Andar La Habana, hoy

EMILIO J. SÁNCHEZ – El Nuevo Herald

Un asunto de familia me obligó a viajar a La Habana semanas atrás.

Apenas fueron cuatro días. No cené en paladares ni me deleité con la restauración del centro histórico. Caminé bastante, eso sí, por calles menos turísticas: Calzada del Cerro, Lombillo, Ayestarán, Carlos III, Reina… Son las mismas edificaciones y aceras construidas antes de 1959, pero más desgastadas, despintadas, rotas, derruidas, que cuando las dejé hace más de 20 años.

El mercado de Carlos III ha sido transformado en un pequeño mall, con muchas ofertas en moneda convertible (CUC) que un altoparlante vocea sin cesar. Ambiente de reguetón. No sé por qué me recuerda a Hialeah. Quiero comprar café para obsequiar a mis amigos (en ningún lugar del mundo el café es regalo, salvo como souvenir). Un paquete de la marca Cubitas vale 15 CUC (cerca de $20). Los empleados conversan y no me atienden. Me marcho. Después de mucho penar lo consigo afuera, en un pasillo.

Ir a la isla: un acto suicida

Ir a Cuba es una especie de acto suicida: se abandona el primer mundo para meterse en el quinto. Con los riesgos e incomodidades que implica. Desconexión, por ejemplo. Durante esos cuatro días no leí noticias. La vida, tal como la conoces, desaparece como en un chasquido de dedos de David Copperfield.

Cualquier sencilla gestión en la isla toma demasiado tiempo. Cuestión de segundos en Miami; un par de horas en La Habana.

Desde la calle L hasta Infanta, en el Vedado, es zona wifi y unos revendedores me proponen tarjetas para tiempo en la red. En aceras, escaleras y rincones gente joven, de pie o sentada, trata de conectarse. Vienen de lejos y muchas veces en vano, porque la señal puede ser débil.

Obama conquista a los cubanos

Me reúno con un grupo de amigos, excondiscípulos de la Universidad de La Habana. La visita del presidente de Estados Unidos es el plato fuerte. Fascinados con Obama; avergonzados del hermano menor que no supo lidiar con los audífonos. “En ese momento nos dimos cuenta –sentencia Antonio– de que estábamos siendo gobernados por un anciano decrépito”.

Contrastes. “Obama se reunió con jóvenes empresarios a escucharlos. Escuchar: eso no lo ha hecho ningún dirigente en este país”, añade Teresa.

La campaña antiObama, coinciden, comenzó desde antes de que este llegara. Durante la visita, pobre cobertura; y cuando se fue, barraje antimperialista. Pregunto si hay una vuelta a la ortodoxia. “Nah. Sermones para el Granma, que nadie lee, y para la televisión, que nadie ve’’, apunta Pedro. “Pura retórica. Siguen llegando las delegaciones y los empresarios y los Rolling Stones y Hollywood. Eso no hay quien lo pare, pues esta gente está en bancarrota”, concluye Tomás. Grandes elogios al “paquete”, del que todos son asiduos clientes. Me cuentan que los discursos de Obama están en el menú, junto a The Revenant y las telenovelas brasileñas.

Me despido luego de dos horas de plática como en los viejos tiempos. Abrazos. “De todos modos”, aclara Juan, “no te asombres si notas en mis mensajes que he alzado la bandera roja. Hay que cuidarse”.

Sin esperanza

Un compromiso me lleva a Cojímar; subo a un “almendrón” a la salida del túnel de La Habana. Somos ocho con el chofer.

Para evitar una multa, abandona la Vía Blanca y toma la carretera que bordea el litoral. A ambos lados se amontonan escombros, basura, chatarra. Pienso en cuántos planes Marshall se necesitarían para arreglar el desastre. A lo lejos veo las torres del Estadio Panamericano, construido en 1991 y ahora en ruinas. Un esqueleto de animal prehistórico.

De vuelta, una atestada guagua me deja en la terminal de ómnibus de Rancho Boyeros y 19 de mayo, y vamos a tomar la ruta 5 (Guanabacoa-Plaza), que rinde viaje cerca. La gente espera pacientemente; la cola crece por momentos. Sol fuerte y calor.

Llega por fin. Alboroto y se rompe la cola. Nada contiene a la multitud: es una pesadilla re-vivida diariamente durante días, años, décadas. Sin esperanza.

Una noche atravieso el parque del Estadio Latinoamericano, otro punto wifi. Cientos de personas se aglomeran. Tienen que pagar 2 CUC (48 pesos) la tarjeta de 1 hora, pero estas se agotan rápidamente y deben adquirirlas “por la izquierda’’. Me asombra cómo se ha colado la jerga miamense. Ya no se estila “devolver la llamada”, ahora usan “te llamo patrás”.

Un puente hasta Cayo Hueso

Le pregunto a un sobrino que me acompaña si alguno de los “navegantes” está leyendo el New York Times. Se echa a reír.

“Están comunicándose con sus familiares y amigos. Seguramente recibiendo indicaciones sobre cómo salir de la isla”, afirma.

Todo el mundo quiere largarse. Antes eran los jóvenes; lo nuevo en la actualidad es que hasta los viejos sueñan con transportarse. Unos años de alivio, al menos. Alegan que aquello “no es fácil” y que no lo arregla nadie. Cuando se quejan no tienen para cuando acabar. Nadie cree en las reformas ni en los beneficios de los cruceros. Estiman que la recién dictada rebaja de precios es una burla. Mis familiares se sienten atrapados. “Esto me cogió vieja y enferma; de lo contrario, me hubiera ido hasta en un poste de la luz”, me confiesa una prima.

Entro en un pequeño mercado de Ayestarán. La oferta de productos es mínima. Pregunto si hay soda de dieta y me responden que no tienen, de ningún tipo, desde hace semanas. Compro un pomo de mayonesa Made in Holanda. Ya nadie se acuerda de Doña Delicias… Hay un guardián que controla la entrada, me dicen, para evitar que haya muchos compradores dentro, y así impedir los robos.

En esta zona lejos del Vedado muchas calles están cerradas. Baches, aceras rotas, basura, aguas albañales, hedores diversos.

Son las 11 de la mañana y un grupo de jóvenes conversa animadamente. Están sin camisa; sentados en el contén. Esperando, ¿qué?

Me acerco a un par de antiguas vecinas y las saludo. Nunca antes los cubanos miraron tanto para el Norte. Enseguida una retoma la vieja fantasía de un puente entre Estados Unidos y Cuba “para que todo el mundo pueda irse”. La otra comenta, entre carcajadas, que “ya deberían buscar la anexión”. Narciso López instalado en el Cerro, que hoy busca otra llave.

Consagración del timbirichismo

En cada cuadra… un cuentapropista, con música del lejano Grupo de Experimentación Sonora. En verdad, hay muchísimos. La consagración del timbirichismo. En la fachada de las casas una pizarrita de madera donde alguien ha escrito con mala letra que hay “pizzas, bocaditos y jugos”. Todos son lugares feos, pero algunos reúnen público. Un nuevo empresario está agachado en una esquina junto a su carretilla con cuatro cebollas, tres papas y cinco limones. Un sobrino, médico, abandonó su profesión y ahora arregla computadoras y teléfonos inteligentes. “Gano el triple”, me explica. “No me engaño: en cuanto desembarque la ATT, se acabó el negocio”, remata.

Desafío al sol y paso por un agromercado, también privado, me aclaran. Es un sitio construido precariamente que me recuerda aquellos que levantan los indígenas en el trayecto desde Valladolid, en Yucatán, México, hasta Chichen Itzá. Unas tablas, techo de fibrocemento y pencas. Hay más productos, pero las viandas están sucias, raquíticas y marchitas. No hay clientes. Me llevo una fruta bomba y me encomiendo a San Publix.

Finalmente, el día del regreso.

Los oficiales de Inmigración son jóvenes. Atrás quedó la hostilidad con la que se trataba a los exiliados. Cuba está de moda y hay avalancha de turistas.

I love bicitaxis!

Con todo, en los baños del Aeropuerto Internacional un urinario casi desborda líquido amarillento. De tres cubículos, solamente uno funciona; los otros dos han sido clausurados y atornillados. Hay hábitos imposibles de cambiar.

Mientras espero la salida del avión, escucho una conversación entre turistas estadounidenses. Una académica se ufana de haber recorrido la Habana Vieja en bicitaxi. Transporte típico. Pintoresco. Ecológico. En China, palanquín; en Cuba, bicitaxi.

Ya exploró esa tierra exótica, el reino del Gran Khan que alabó Cristóforo Colombo en su Diario. Ahora regresará a Manhattan y pedirá que levanten el embargo.

La gringa ignora que en 1958 Cuba era el país de Iberoamérica con más líneas férreas por kilómetro cuadrado y más automóviles por habitante. Y que a los habaneros no les faltaban las guaguas y pagaban por el pasaje 8 centavos de un peso equivalente al dólar.

Al fin subo al avión.

No dejo de pensar –hasta hoy– en los que quedaron atrás.

Foto: Al Díaz

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